ESCEPTICISMO
Si el ser y el saber no coinciden, inútil será intentar
pronunciarse por la verdad o falsedad de las cosas. Sólo una suspensión
del juicio nos permitirá alcanzar el equilibrio interior y una
vida feliz.
El término escepticismo hace referencia a la palabra griega skepsis,
que significa: observación cuidadosa, examen. El escéptico
es aquella persona que analiza cautelosamente desde una postura crítica
(de krínein: juzgar, discernir) cualquier tema o fenómeno
antes de pronunciarse sobre el mismo o de llevar a cabo alguna acción.
El escepticismo es un examen cuidadoso y crítico respecto a cualquier
criterio de conocimiento o de conducta. En su sentido estricto, más
que una corriente determinada es una precavida visión que afecta
a la totalidad del conocimiento y cuyo eje central se vertebra en torno
al problema del criterio, entendiendo por tal el conjunto de condiciones
que han de concurrir necesariamente para poder afirmar que algo es verdadero
o falso.
Si Platón
y Aristóteles
habían identificado el ser con el pensar, esto es, concebían
que el pensamiento podía desentrañar la verdadera naturaleza
de las cosas permitiéndonos acceder a la realidad en sí,
independientemente del sujeto pensante, los
escépticos no admitirán este supuesto, sometiéndolo
a un examen riguroso.
Las cosas son incognoscibles en sí mismas porque nuestro conocimiento
sobre ellas se realiza a través de una representación mental
o impresión sensible. Yo no accedo a la realidad en sí,
sino a una representación de la misma que sólo podrá
ser comparada con otra representación, no con la cosa. Cuando intentamos
comparar nuestras ideas y sensaciones con la realidad, lo único
que conseguimos es movernos en el interior de nuestra propia conciencia.
El hombre está atrapado en sus imágenes e impresiones mentales
y más allá de ellas le es imposible ir.
Negada la coincidencia entre ser y saber y quedando el hombre recluido
en uno de los dos términos (el conocer), queda anulada la posibilidad
de que se pueda decir algo sobre el mundo. Y lo que es aún más
radical, se socava la legitimidad misma de toda especulación filosófica
y científica. No es posible admitir ningún criterio válido
de verdad que nos permita discernir entre lo verdadero y lo falso.
Siendo esto así, la única aptitud que podrá seriamente
adoptar el sabio es la suspensión del juicio, la epojé
(epoché).
Únicamente la renuncia a emitir un juicio de verdad sobre las cosas,
y la negativa a definir o afirmar algo con pretensiones de certeza puede
liberar al hombre de la inquietud y la confusión producidas por
la heterogeneidad de creencias en conflicto e incluso contradictorias
entre sí.
La epojé no consiste en la afirmación de que todo
es falso, ya que esto conllevaría la falsedad de la afirmación.
Consiste en no suscribirse en ninguna tesis o doctrina que considere que
pueden ser emitidos juicios del tipo "A es B", en vez de juicios
que tengan la forma "A parece B" o "A se me muestra como
B".
En efecto, para los escépticos, y en especial para la escuela fundada
por Pirrón
de Elide en el siglo IV a. de C. (fundador del escepticismo como
corriente filosófica) y para el pirronismo posterior, el conocimiento
se funda en la fiabilidad de la sensación. Ahora bien, el error
no surge de los sentidos, que son siempre fiables, sino de intentar ir
más allá de su evidencia. Lo que es (la realidad exterior,
las cosas), es lo que se me aparece en la representación, es decir:
un phaenómenon (fenómeno) dado en la experiencia en el acto
de percibir. Esto que se me da en la experiencia, en la representación,
no es lícito identificarlo con "lo que es" en sí,
independientemente de mi percepción.
Las cualidades y propiedades que percibo en las cosas pertenecen al sujeto
que percibe, no a la cosa percibida. No podemos afirmar que las cosas
son tal y como las percibimos ni que nuestras percepciones coincidan con
la verdadera realidad exterior. Por ello no es lícito emitir juicios
del tipo "A es B". Tendremos que contentarnos con un conocimiento
que sea un mero aparecer. Diremos a lo sumo que la miel "parece dulce",
no que "la miel es dulce".
Pirrón infiere de ello que ni la percepción ni la razón
pueden ser tomados como criterios de verdad, por lo que la epojé
se debe convertir en la actitud propia de todo hombre sabio y prudente:
debemos suspender el juicio y abstenernos de decir lo que las cosas son
y no son. No afirmaremos ni negaremos nada sobre las cosas, contentándonos
con un conocimiento que se base en el "parecer".
La suspensión del juicio, la epojé, se ha de aplicar
a todas las esferas del conocimiento y la vida humanas, incluida la referente
a la praxis y al conocimiento de los conceptos morales. La moral es fruto
de un pacto, y el conocimiento sobre qué sea la virtud o qué
sea el bien está afectado por esta escisión entre ser y
conocer. No podemos afirmar qué sea el bien. Los juicios morales
son relativos y se fundamentan en la costumbre. Para unos el bien es el
placer y para otros éste es un mal moral. La razón no puede
extender su poder más allá de lo que se me presenta a la
experiencia sensible y no puede acceder a la verdadera naturaleza de las
cosas.
Ahora bien; el resultado inmediato de aplicar la epojé es la liberación
del hombre de la inquietud, y la consecución de un estado de imperturbabilidad
(ataraxia) y de equilibrio interior. Escapamos a la confusión del
espíritu que se produce cuando se abre ante nosotros un abanico
de opiniones y creencias contradictorias entre sí acerca de la
naturaleza de las cosas, la moral, o los dioses mismos.
Sólo la costumbre y las convenciones sociales sirven como criterio
para la vida práctica. Ya no estamos sujetos a una continua justificación
racional de las cosas, por lo que la filosofía, como pretensión
cognoscitiva de acceder a la realidad, deja de tener sentido.
Los discípulos de Pirrón, Filón de Atenas,
Nausífanes de Teos y Timón de Flionte siguieron
la línea abierta por su maestro. El escepticismo se abrió
paso también en la Academia platónica, en las figuras de
Arcesilao y Carnéades. El primero, que dirigió
la Academia hacia el 265 a. de C., y tomó el diálogo
socrático como modelo, negó la validez del conocimiento
y su fundamentación empírica. Carnéades, acabó
desarrollando un escepticismo que se construyó como una teoría
de la probabilidad epistemológica. El criterio para decidirse entre
una afirmación u otra depende de la fiabilidad de las impresiones
y de su claridad y, pese a que no podemos comparar nuestras impresiones
con la realidad exterior, sí podemos contrastar impresiones entre
sí, encajadas en las circunstancias que las envuelven, de tal manera
que podemos emitir juicios probables acerca del mundo, que pueden ser
tomados como aparentemente verdaderos o falsos.
El escepticismo antiguo se desarrollará también en Alejandría
por Enesidemo y más tarde por Sexto Empírico. El dogmatismo
de la Edad Media no favoreció en nada a esta corriente que no vuelve
florecer hasta el siglo XVII, con las figuras de Montaigne, y Francisco
Sánchez y de forma mucho más matizada en la filosofía
de Hume.
El filósofo francés del siglo XVI, Michel de Montaigne unificó
el humanismo renacentista con el escepticismo. Su anhelo de superar la
ruptura del hombre con la naturaleza le llevó a plantearse el origen
de esta separación como una arrogancia pretenciosa del conocimiento
humano.
Su rechazo de todo doctrinismo se fundamentaba en la idea del criterio.
Para que un criterio sea elegido ha de haber, a su vez, otro criterio
con arreglo al cual se haya hecho esa elección, y así, al
infinito. Este regressus in infinitum pone de manifiesto que el conocimiento
humano, tanto respecto a las cosas como de sí mismo es subjetivo
y parcial. Sin embargo, su escepticismo no negará la imposibilidad
de todo conocimiento, sino que servirá de acicate para una vida
verdaderamente sabia, despegada de la confusión y libre de dogmas
o reglas establecidas.
Hoy en día el escepticismo sigue gozando de buena salud, más
como una aptitud vital provocada por la fragmentación de saberes
y la ausencia de una visión homogénea del mundo natural
y moral, que como una corriente filosófica propiamente dicha.
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