Tenemos escasos datos de la biografía de Guillermo de Ockham.
Sabemos que nació en Ockham, Surrey (Sur de Londres) a finales
del siglo XIII, probablemente en 1296. Entró en la orden de los
franciscanos y, más tarde estudió en la Universidad de
Merton, Oxford, teniendo a Duns Scoto por maestro.
En torno a 1320, siendo ya profesor de la Universidad de París,
escribe varios comentarios, uno a las Sentencias de Pedro Lombardo
y otros a ciertas obras de lógica de Aristóteles
y Porfirio. Sin embargo, pronto comienzan los problemas; su interés
por la política, y su postura abiertamente crítica frente
a las interferencias del poder papal en los asuntos del Imperio, así
como su actitud reformista inspirada por los franciscanos, llevaron
a Ockham a enfrentarse a una acusación de herejía, proceso
que llevó a cabo el antiguo canciller de Oxford en la sede papal
(Aviñón) y de la que nuestro filósofo pudo zafarse
huyendo a Pisa y Munich, refugiándose en la corte de Luis de
Baviera, momento en los que escribió la mayoría de sus
obras políticas a favor del emperador y en contra del Papa: Compendio
de los errores del Papa Juan XXII (1335-38); Diálogo entre
el maestro y el discípulo sobre la potestad de los emperadores
y papas (1334-1339).
Sin apenas datos acerca de sus últimas relaciones con el papado,
Ockham murió aproximadamente en 1350, en Munich.
Poco sistemático y enormemente crítico, la filosofía
de Ockham se inserta dentro de la crisis y decadencia de la Escolástica,
producida en el siglo XIV, e iniciada por su maestro Duns Escoto. La
separación entre el poder espiritual y temporal suponía
también la desligazón entre dos ámbitos de conocimiento
radicalmente heterogéneos, razón y fe, que habían
intentado ser armonizados por los filósofos de la Edad Media,
y cuyo máximo artífice fue Tomás de Aquino.
Ockham no sólo rehusó realizar síntesis alguna
entre religión (revelación) y filosofía, sino que
estimó que ambas forzosamente debían recorrer caminos
radicalmente distintos que no se tocaban en ningún punto, ni
siquiera en aquella zona de confluencia afirmada por Tomás de
Aquino: los preámbulos de la fe.
La teología ha de independizarse de todo andamiaje filosófico
y racional, lo que a la larga allanó el camino para una verdadera
autonomía de la razón que liberó a la propia filosofía
de ser una sierva (ancilla) de la teología. Aún
más, sólo desde esta divergencia de ámbitos pudo
la ciencia despegar definitivamente.
Para reformar la filosofía, Ockham aboga por un método
o un principio de economía que le permita simplificar al máximo
los conceptos abstractos y obtusos de esta disciplina. La famosa navaja
de Ockham consiste precisamente en esto. Postulado anteriormente por
Odón Rigaud en la famosa fórmula "Entia
non sunt multiplicanda praeter necessitatem" (El número
de entes no debe ser multiplicado sin necesidad), y que Ockham recoge
con estas palabras: "Frusta fit per plura quod potest fieri
per pauciora" o "Pluralitas non est ponenda sine necesítate".
Según este principio se ha de eliminar de toda investigación
todo aquello que sea superfluo o que duplique las explicaciones sin
necesidad alguna. Para Ockham sólo lo individual existe, es decir,
la realidad extramental es, siempre y sin excepciones, concreta y singular.
Las únicas substancias que existen son las cosas particulares
y sus propiedades ("Omnis res positiva extra animam eo ipso est
singularis").
Lo característico de lo singular es que ha de ser aprehendido
por nuestra mente de una forma inmediata, es decir, a través
de una intuición, que consiste en la experiencia directa de la
cosa concreta y que no permite dilucidar si una cosa existe o no. Ahora
bien, de lo que no cabe duda es de la inexistencia de las ideas, las
formas o las esencias comunes a muchos individuos, como las postuladas
por Platón, Aristóteles, Santo Tomás,
etcétera. En palabras de Ockham "El conocimiento intuitivo
es aquél en virtud del cual sabemos que una cosa es, cuando es,
y que no es, cuando no es". Por lo tanto, el conocimiento intuitivo
se opone al conocimiento abstracto, que no permite realizar juicios
de existencia.
Por todo ello considera Ockham que la observación directa y la
experiencia es el único criterio de verdad posible, postura
que favorecerá el método experimental e inductivo desarrollado
posteriormente por las ciencias a partir del Renacimiento.
Esta postura gnoseológica de Ockham está estrechamente
vinculada a la cuestión de los conceptos universales.
Si sólo existen los individuos o cosas concretas ¿qué
tipo de existencia ha de dársele al universal, es decir, a los
conceptos generales que se aplican a un conjunto de individuos? ("hombre"
se aplica a Sócrates, a Cristóbal y a Elena). Este problema
fue ampliamente tratado por numerosos filósofos de la antigüedad
que, dependiendo de sus posturas, generaron dos corrientes distintas:
el realismo y el antirrealismo o nominalismo.
Para los realistas, los universales son entidades reales, cosas (res)
que se encuentran o inherentes a las cosas mismas o fuera de las cosas.
Concretamente, dentro del realismo podrían darse las siguientes
opciones: 1) Que el universal exista antes de que existan las cosas
(ante rem), ya sea en un mundo separado y absolutamente trascendente
(Platón) o en la mente divina (San Agustín); 2) Que el
universal existe en la cosa (in re), siendo ésta su forma
o su esencia, como postuló Aristóteles en su teoría
hilemórfica; o 3) Que el universal exista exclusivamente en la
mente, siendo producto de una abstracción (post rem o in anima),
opción mantenida por Tomás de Aquino.
Para los antirrealistas o nominalistas los universales carecen de
entidad real; no son cosas, ni substancias, ni esencias separadas
o inherentes a las cosas mismas. Los universales son palabras o nombres
(nomen), términos utilizados en las proposiciones que
ocupan el lugar o hacen las veces de las cosas (supponunt pro rebus).
Esta postura fue defendida por Pedro Abelardo y Guillermo de Ockham.
El nominalismo de este último ha sido denominado también
terminismo, porque afirma que el universal es tan solo un término
que sustituye (suppositio) a un conjunto de individuos semejantes,
conocidos de un modo confuso ("hombre" aplicado indistintamente
a Cristóbal y a Elena designa a ambos de una manera confusa y,
evidentemente, más imperfecta de lo que lo haría una intuición).
La piedra angular de la teología ockhamista es el voluntarismo,
que postula la primacía de la voluntad divina sobre la inteligencia.
Dios no está determinado a obrar por ningún motivo ni
tampoco por ninguna razón; su voluntad es absolutamente libre,
es omnipotente, lo que implica que el mundo y la racionalidad de éste
es absolutamente contingente: todo puede o podría en un futuro
ser de otra manera y no hay nada que nos permita anticipar que lo que
sucedió en el pasado sucederá igualmente en el futuro.
La ciencia opera por inducción: suponemos que un hecho singular
captado por la intuición producirá en un futuro idénticos
efectos, y que éstos se ajustarán a unos estrictos e inmutables
principios racionales pero, en rigor, nada puede decirse sobre lo venidero,
ya que la omnipotencia divina podría hacer que mañana
los círculos fueran cuadrados o que el vicio fuese una virtud.
Nada hay absolutamente imposible.
Estos mismos principios son esgrimidos para realizar una dura crítica
a la metafísica y allanar el camino a la separación definitiva
entre los ámbitos de la razón y la fe. Al no haber experiencia
alguna de ninguna entidad postulada por la metafísica y la teología
(existencia de Dios, inmortalidad del alma, etc.), éstas no serán
dominios de la razón, ya que sólo puede ser conocido lo
intuido. Los principios de la teología no son demostrables racionalmente,
perteneciendo su ámbito exclusivamente a la fe y a la revelación.
Por todo lo dicho hasta ahora, Ockham se convirtió en una figura
bastante incómoda en su tiempo, aunque habría que reconocerle
el mérito de haber liberado a la razón de todas las servidumbres
metafísicas y teológicas, favoreciendo el despegue definitivo
de la ciencia moderna.
Texto: Elena Diez de la Cortina Montemayor.